Dicen que las mentiras tienen las patas cortas, pero, independientemente de la velocidad a la que se descubren, más allá de las motivaciones que tienen, lo peor son las consecuencias que traen.
Cuando Mariano Rajoy, Presidente del Gobierno de España, no dijo la verdad a los españoles incumpliendo sistemáticamente su programa electoral, haciendo exactamente lo contrario a lo que prometió, defraudando a casi todos sus electores, tenía que haber medido sus consecuencias.
Peor es, por patética, una rueda de prensa donde un presidente trata de engañar a propios y extraños, expertos e inexpertos, ciudadanos todos, diciendo que venía preparando el salvamento desde noviembre, que todo estaba planificado, que el que presionaba era él.
Mentir en sede parlamentaria sería repetir similares embustes en el Legislativo, cuestión aún más grave, si cabe; situación que evita –un nuevo fraude-, escurriéndose de la fiscalización y el control, la transparencia y la democracia.
Pero mentir a los mercados es desconocer como funciona esto. Es no saber que la incertidumbre es el peor daño a las expectativas de los prestamistas. Pueden acabar huyendo de este país, como lo hicieron de los depósitos 66.000 millones de euros en marzo o 32.000 millones de euros en abril.
Mentir tiene sus consecuencias. Para uno mismo porque pierde credibilidad, a veces para siempre, sin remedio, como una mácula que hace, consciente o inconscientemente, que ya nadie se fíe del mentiroso.
Mentir también es llamar tontos a los que uno se dirige. Es un insulto a la inteligencia y, también, desde luego, a la educación.
Tiene consecuencias en los mercados, en la democracia, en el descrédito de la política y de los políticos. Por eso, un hombre de talla, no sólo de estatura, debe medir sus palabras. Saber, si acaso, como mucho, cuándo exagerar y cuándo callar, pero nunca, jamás, mentir.
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